No tenemos ni idea de sexo

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A. Victoria de Andrés Fernández, Universidad de Málaga

Es bastante curioso que, en una sociedad como la nuestra donde todo el mundo presume de estar muy versado en cuestiones sexuales, sean muy pocos los que tienen claro los dos aspectos más importantes, biológicamente hablando, del sexo: qué es y qué significa. En este artículo vamos a hablar de la primera cuestión. Ya habrá un segundo para valorar la trascendencia evolutiva de lo que significó el invento del sexo.

Si usted quiere ser un auténtico entendido, lo primero que tiene que hacer es separar claramente los conceptos de sexo, sexualidad y genitalidad porque, aunque se utilizan indistintamente en muchos medios, no responden al mismo fenómeno.

¿Qué es, exactamente, el sexo?

Cuando en Biología hablamos de sexo nos referimos al conjunto de diferencias existentes en morfología, fisiología y comportamiento entre los individuos de una determinada especie heterogamética (como es la nuestra), orientadas a la producción de gametos (células sexuales) y a la reproducción. Es decir, el sexo diferencia tipos de individuos (no prácticas sexuales, ni orientaciones sexuales ni tan siquiera órganos sexuales, si todo ello no tiene la finalidad estrictamente reproductiva).

En la naturaleza, el sexo es fundamentalmente dual, dando lugar a individuos hembra (con ovarios que producen gametos llamados óvulos) y a individuos macho (con testículos que generan espermatozoides). Ambos gametos son haploides, es decir, tienen una dotación simple de cromosomas. Y es con la fecundación cuando se restituye el número diploide (dotación doble de cromosomas) de la especie.

No obstante, en la pluralidad del mundo animal, encontramos opciones mucho más originales e interesantes. De hecho, existen especies que presentan individuos hermafroditas. Estos morfotipos sexuales son machos y hembras a la vez, puesto que presentan ambos tipos de gónadas (ovarios y testículos) que producen ambos tipos de gametos (óvulos y espermatozoides, respectivamente).

En contrapartida a esta sugerente perspectiva está una mucho más aburrida, la de las especies que presentan individuos asexuados. Es decir, que no son ni machos ni hembras porque no tienen gónadas y, por lo tanto, no producen gametos.

La variabilidad de escenarios que nos presenta el mundo animal no se queda ahí. De hecho, y dentro de las especies hermafroditas se pueden establecer modalidades sincrónicas (si los individuos son machos y hembras simultáneamente, como ocurre con las sanguijuelas) pero también protogínicas o protoándricas (si primero pasan por una fase hembra y después se vuelven machos o viceversa, respectivamente). Ello se debe a que el determinismo del sexo no responde a una modalidad única.

En el sexo, los cromosomas mandan (pero no siempre)

Mayoritariamente, el mecanismo de determinación del sexo en los animales es cromosómico. Es decir, desde el momento en que se origina la primera célula (cigoto) del nuevo ser, ésta ya tiene una configuración irreversible de hembra o de macho.

En el caso de Homo sapiens, si el cigoto presenta una combinación de cromosomas sexuales del tipo XX, dará lugar a un individuo que, una vez adquirida la madurez sexual, podrá producir óvulos en sus ovarios. Si por el contrario, sus cromosomas sexuales responden al genotipo XY, se desarrollará en un individuo con potencialidad de generar espermatozoides en sus testículos.

Sin embargo, en muchas otras especies del mundo animal, machos y hembras presentan la misma composición cromosómica. ¿Qué es lo que hace en esos casos que se sexualicen en un sentido o en otro? La respuesta está en los factores ambientales.

Por poner algún ejemplo, en algunas tortugas marinas el sexo lo determina la temperatura a la que se desarrollan los huevos, mientras que es frecuente que entre los peces óseos se cambie de sexo en respuesta a estímulos hormonales, dependiendo de lo que mejor convenga según la proporción de machos y hembras presentes en la población. Sin ir más lejos, las doradas son primero machos y, después, hembras, mientras que los peces loros y algunas especies de meros pasan a ser machos tras culminar su etapa femenina.

El grado máximo del festival sexual lo manifiestan algunos lábridos, como las doncellas, que puede cambiar de sexo varias veces a lo largo de su vida para maximizar su eficiencia reproductiva en función de la concentración de hormonas esteroideas.

No es lo mismo sexo que genitalidad

Existen distintas formas de discernir el sexo de un determinado animal. Lo habitual es reconocer morfológicamente las anatomías diferenciadas de los individuos en función de que se trate de machos o hembras (aunque, recordemos, también pueden existir otros morfotipos en algunas especies).

No obstante, el sexo de los individuos de muchas especies no implica la existencia de diferencias evidentes en sus atributos sexuales, lo que hace que para caracterizar sexualmente a algunos animales haya que recurrir a técnicas organográficas, fisiológicas, citológicas o, incluso, genéticas. Por lo tanto, únicamente en el primer caso (esto es, al hacer referencia exclusivamente a estructuras y órganos, tanto externos como internos, implicados en el dimorfismo sexual) sexo se puede utilizar como sinónimo de genitalidad.

Nuestra especie se incluye en este grupo. Homo sapiens sería, pues, una especie animal que tiene dos sexos (hombre y mujer), separados (gonocorismo), que se manifiestan de forma permanente (desde el nacimiento hasta la muerte) y que no presenta individuos hermafroditas ni asexuados.

Mientras que en humanos, sexo y genitalidad serían, en la práctica, sinónimos, en la mayoría de los nematodos (un filo muy numeroso de gusanos apuntados) los sexos son prácticamente indistinguibles porque carecen de genitalidad (salvo en detalles microscópicos realmente complejos de observar).

Sexo versus sexualidad

La equivalencia terminológica de sexo y genitalidad, para el caso de los humanos, no sería extensible al concepto de sexualidad. La razón estriba en que este último término implica aspectos que se escapan del ámbito puramente biológico.

De hecho, junto con las opciones genotípicas (determinadas cromosómicamente desde la fecundación) y hormonales (delimitadas por la proporción de las diferentes hormonas androgénicas y estrogénicas generadas por las glándulas endocrinas de cada individuo en cada momento) se incluyen otras de naturaleza exógena, es decir, ajenas a la estricta genética y fisiología del individuo.

Me refiero con ello a una enorme cantidad de variables psicológicas, sociológicas y culturales que hacen posible la generación de un ramillete amplísimo de opciones sexuales que dejarían a los peces óseos con la boca abierta (que, por cierto, es lo que a ellos les gusta).

Por concluir, hablamos impropiamente cuando afirmamos que una persona ha cambiado su sexo. En realidad, lo que ha cambiado es su genitalidad, puesto que su configuración cromosómica XX o XY (presente en todas y cada una de sus células hasta el final de sus días) permanece invariable. Fuera ya del campo de la Biología, de lo que decida hacer con su genitalidad hablará su sexualidad.The Conversation

A. Victoria de Andrés Fernández, Profesora Titular en el Departamento de Biología Animal, Universidad de Málaga

Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.